domingo, 13 de diciembre de 2009

El camino para llegar a Jesús pasa por la Justicia


Del Evangelio de Lucas 3;10-18
La gente le preguntaba: «Pues ¿qué debemos hacer?». Y él les respondía: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo». Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron:« Maestro, ¿qué debemos hacer?». El les dijo: «No exijáis más de lo que os está fijado». Preguntáronle también unos soldados: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?». El les dijo: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada». Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo: « Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga». Y, con otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Nueva.

¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!... Quién iba a decir que en medio de la austeridad litúrgica y penitencial del Adviento nos íbamos a encontrar con un Domingo llamado del ¡Alégrate!, precisamente porque la alegría domina todos los sentimientos del cristiano. Nos lo dice hoy la Palabra de Dios con las expresiones dirigidas por el profeta a Sión:
- ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón!
Y nos lo repite Pablo:
- Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito: ¡alegraos!...
Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones.
Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas:
- Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.
Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama y que viene ahora, Niño en Belén, para robarle el corazón.
Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?... Es la pregunta de todos a Juan Bautista, el austero profeta del Jordán, que se presenta para preparar el camino del Señor.
Y Juan, en el Evangelio de hoy, tiene para cada uno de los grupos su recomendación especial.
A las turbas que le preguntan: -¿Qué tenemos que hacer?, les responde:
- Practicad el amor y la misericordia. Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene. Y quien tiene alimentos, que reparta entre los que no tienen.
A los publicanos, cobradores de impuestos, les avisa:
- No exijáis nada más de lo que está fijado, para enriqueceros vosotros.
Y a los soldados de la legión romana, creyentes, que acuden a este profeta de Israel, les pide:
- No hagáis violencia a nadie, ni formuléis falsas denuncias, y contentaos con vuestra paga.
Les recomienda por fin a todos:
- Yo os bautizo en agua. Pero recibid al que viene detrás de mí, porque Él os va a bautizar con Espíritu Santo.
Así preparaba Juan la venida de Jesús el Salvador.
Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.
Como en los tiempos del Bautista, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.
Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría muchas más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.
Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre...
A esta condición —diríamos personal de cada uno—, se añade la obligación respecto de los demás.
El Evangelio nos habla de los cobradores de los impuestos y de las acciones policiales de los soldados.
En el contexto social de entonces, publicanos y soldados eran temidos. Porque los unos se aprovechaban de sus cargos para enriquecerse indebidamente, y los otros podían cometer injusticias descaradas.
Hablándoles a ellos, Juan nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.
No diremos que esto no es bien actual en nuestros países.
Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.
Ni la opresión ni la guerrilla tienen la palabra, sino el amor que abraza a todos y da a cada uno lo que le pertenece.
¿Qué tenemos que hacer?, preguntaba la gente al Bautista, como nos lo preguntamos nosotros mismos: ¿Qué tenemos que hacer?...
Lo principal, renovar nuestro Bautismo.
No el de Juan, que parece inspirar miedo, sino el de Jesucristo, fuente de felicidad inenarrable. Porque con él Jesucristo derrama dentro de nosotros el Espíritu Santo, el cual nos mete ya en esperanza dentro de la alegría del Cielo.
Con ese Espíritu Divino en el corazón, ¿qué nos falta para nuestra felicidad?
Con ese Espíritu de Dios alentando toda la vida, ¿tendremos o no tendremos la alegría proclamada por el profeta, y encargada después por Pablo a toda la Iglesia, el Pueblo de Dios?...

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